jueves, 24 de julio de 2014

La Maternité de Sainte Bernardette






Con Midiala en la entrada de la maternidad



Hace ya muchos días contaba que cuando llegué a la maternidad tuve la certeza de que era aquel el lugar donde yo quería dedicar la mayor parte posible de mi tiempo aquí, en el Congo.

Desde ese día han sido muchas las emociones, las alegrías y tristezas vividas entre estas paredes.



Son innumerables las sensaciones que se agolpan en mi interior y, sinceramente, sé que no voy a conseguir encontrar las palabras adecuadas para transmitir, al menos, una pequeña parte de ellas pero lo  intentaré.












Es un lugar donde la vida se abre paso cada día, donde cada mes nacen alrededor de doscientos niños, donde la fortaleza de las madres sólo es superada por las ganas de vivir que tienen los bebés que ven la luz por primera vez en este sitio, abriendo en seguida sus grandes ojos oscuros, asomando su pelo finamente rizado, sus manos blancas de dedos larguísimos y sus cuerpecitos tostados, como si un sol los hubiera estado iluminando aún antes de nacer. Algunos de ellos (los menos) son oscuros como la noche y otros nacen casi blancos, como si la naturaleza se hubiera equivocado y los hubiera puesto en otro lugar, pero su pelo, sus orejas y una coloración especial en la base de las uñas anticipan que ese tono rosado, tan ajeno a estas latitudes, no durará mucho tiempo.


Las "pinzas umbilicales" son sencillas
hebras de lana esterilizadas 
Equipo de iluminacion para casos de apagon, situacion
que se produce con mucha frecuencia

















Hay muchas maternidades en Lubumbashi; en esta cultura patriarcal un buen número de hijos garantiza a los padres una vejez plácida, por tanto, es fácil encontrar mujeres que alrededor de los treinta, están ya dando a luz a su sexto o séptimo hijo.

En el Congo nada, absolutamente NADA es gratis, ni siquiera la educación ni la sanidad. Esta clínica fue construida en torno a la parroquia del mismo nombre por algunos benefactores, cuyos nombres se recuerdan en varias placas de agradecimiento diseminadas por el centro pero cada vez que alguien entra para solicitar y recibir algún tratamiento o consulta, debe pagar por ello.


Las madres que vienen aquí pagan diez dólares por cada día de estancia y, normalmente permanecen en la maternidad tres días después de parir. A la mayoría de ellas les resulta muy difícil pagar esa cantidad y algunas ni siquiera pueden permitírselo.




La primera vez que atravesé estas puertas, la sensación fue de un viaje en el tiempo hacia otras épocas anteriores. Nada se parecía a los hospitales que nosotros tenemos ahora, la falta aparente de higiene, las instalaciones rudimentarias y la aglomeración de mujeres y bebés no resultaba fácil de asimilar y digerir. Pero he de confesar que, a medida que pasan los días mi visión de aquel momento va cambiando radicalmente y, aunque las carencias son impresionantes, me siento afortunada por poder estar en un lugar en el que cada día suceden grandes milagros.

Las protagonistas de estos acontecimientos diarios son siempre las mujeres.

Midi pasando consulta en una de las salas
Por un lado las enfermeras, capacitadas para hacer los partos completamente solas, desde la recepción de la madre, hasta la limpieza de los restos una vez que todo ha terminado; a veces hay hasta cinco nacimientos en un mismo turno laboral y una sola de ellas se encarga de todo, como delata su aspecto cansado cuando llegamos por la mañana. Aquí tengo que pararme y manifestar mi admiración hacia Midiala para mí, guía y estrella de esta maternidad, aunque a ella le guste pasar desapercibida; esa Súper mujer y Súper monja médico cubana de no más de cuarenta kilos y los mismos años, con sus escarpines y sus espejuelos, siempre tarareando una melodía y con su cruz de Sierva de San José asomando sobre su bata, asiste a estos milagros diarios y se maravilla, y se alegra y marcha a casa llorando muchos días por todo lo que en este lugar sucede día a día.


Las otras protagonistas son las madres. Llegan y entran aquí solas, con un bolso en el que traen todo lo necesario para ellas y para sus hijos.

El hatillo de un recién nacido consiste en un trapo para usar de pañal, unas braguitas, una pera para aspirar las secreciones del bebé en el momento del nacimiento y una ropa que, en la inmensa mayoría de los casos, es de otro hermano y tan grande que nos plantea dificultades para poder acomodar un niño tan pequeño en ella. Después una manta para envolverlo. Para ellas otro trapo de empapar, su ropa interior y un paño de tela que se ponen alrededor del cuerpo para ir caminando desde la sala de partos hasta una cama vecina si durante el alumbramiento su vestido se ha manchado mucho.


Todas las camas tienen un colchón fino de poli piel para que no absorba nada y se pueda limpiar con un trapo húmedo; éstas, en las que las mujeres hacen su dilatación y después pasan un rato recuperándose, no tienen sábanas pues no hay lavadora, ni suficiente mano de obra, ni sábanas de repuesto para estar lavando. De hecho, todo lo que se mancha durante el parto: un hule que se pone bajo el cuerpo de la mujer, su propia ropa, su manto, que muchas veces se usa para empapar toda la sangre y los trapitos que ella traía para usar de compresas, que en ocasiones son necesarios para contener hemorragias, todo eso va a un cubo que trae la mujer y que ella misma lava en cuanto se recupera un poco (que puede ser antes de transcurrir dos horas de haber nacido el bebé). Para esto hay un patio donde tienen agua y tendederos. A la maternidad no entra nadie, ni la familia ni el marido; es ella misma la que lo hace todo. Son mujeres valientes. A veces, después de partos difíciles de los que parecía que no se iban a recuperar en mucho tiempo, las he visto no mucho rato después del alumbramiento volver del patio, ya lavadas ellas, con la espalda brillante aún con gotas de agua, envueltas en un paño limpio, con su colada ya hecha.

El resto de la maternidad son cuatro habitaciones: una de ellas enorme, con diez camas y otras tres con cuatro camas en cada una de ellas; todas con sus correspondientes mosquiteras, con solo una sábana y una manta y con una pequeña cuna de hierro a los pies que casi nunca usan pues colocan sus hijos siempre junto a ellas en las camas.

Los recursos son muy escasos; no hay condiciones para hacer cesáreas, de modo que si hay algún caso extremo se deriva la mujer a un hospital. Hay muchos hospitales porque, tal y como me decían, aquí son un buen negocio.
Equipo de reanimacion en caso de que
el bebé llegue con problemas


Normalmente las mujeres pasan las horas de su dilatación sin apenas ser oídas; las chicas jóvenes con expresiones asustadas pero sin querer hacer ruido; las mujeres experimentadas con aspecto dolorido pero en sus rostros se lee la resignación de quien sabe que este es su sino y que además volverá a pasar por aquí en más ocasiones.

Si el tiempo lo permite, me gusta colocarme a su lado y darles la mano, ayudarles a usar la respiración para aliviar el dolor de las contracciones, intentar preguntarles cosas para distraerlas un poco; ellas murmuran la mayoría de las veces, palabras en swahili que no llego a entender. Parece que ni se dan cuenta de que estoy allí pero cuando intento alejarme me aprietan la mano: Ne partez pas, s’il vous plait! Y Yo les hago caso y me quedo a su lado.

A veces Adriana y yo llegamos cuando la mujer va a dar a luz porque nos llaman si estamos lavando a los niños y haciéndoles la cura del cordón que es algo que hacemos todos los días que vamos a la maternidad, entonces somos testigos activas del milagro de la vida.

Despiertos al mundo
El primer parto que presenciamos las dos juntas fue muy difícil: una chica joven primípara llevaba allí más de dos días, dolorida no hacía más que repetir: “Je suis fatiguée. Aidez-moi”. Así era, estaba agotada y no podía más, de manera que no había forma de que el niño, que a esas alturas ya estaba sufriendo, saliera sin ayuda; Midi pidió que llamaran a John, un enfermero fornido, para empujar en el vientre de la madre pero no llegó, de forma que como éramos las únicas que estábamos allí nos dijo como hacerlo y Adriana y yo empujamos con todas nuestras fuerzas, que fueron muchas porque el bebé empezó a avanzar y por fin, nació. Pero no respiraba; rápidamente se llevó a una mesa de chapa donde se preparan cuando nacen. Todo lo que había allí era un aparato manual para insuflar aire y alcohol: Midi echaba alcohol en la cara del niño y este abría unos ojos inmensos pero en seguida los cerraba; con todo esto y un masaje cardíaco empezó a dar señales de vida pero no tenía fuerzas ni para llorar. El alcohol que hay aquí tiene un olor un poco diferente del nuestro: cada vez que lo huelo no puedo evitar volver a ver esos ojos inmensos que se abrían como un resorte pero sin vida propia y ese cuerpecito que luchábamos por reanimar. Afortunadamente el bebé salió adelante, no se movía mucho pero respiraba. Lo abrigamos muy bien y Adriana lo llevó a la cama de la madre, sin dejar de mirarlo y despertándolo continuamente para que no se olvidase de respirar. Al día siguiente nos dijeron que el bebé no había dejado de llorar en toda la noche. La madre no tenía leche y aquí, cuando sucede eso, no hay ningún sustituto: ni leche fresca, ni manzanilla, ni nada. Midi le dio un poco suero glucosado con una jeringuilla pero no podíamos hacer nada más. Es terrible encontrarse en una situación así, sabiendo lo afortunados que somos en nuestra sociedad en la que cualquier bebé ve la luz en un lugar acogedor donde no le va a faltar un biberón ni un medicamento vital. Aquí, si la madre o el niño necesitan algún medicamento, lo tienen que comprar ellas; su comida, la tienen que traer ellas, su ropa y la del bebé, el jabón para lavarlos,…todo. Y quiero que por encima de todo esto quede claro que la maternidad es un lugar privilegiado donde se sienten protegidas y de donde se van siempre dando las gracias.  

He contado este parto como ejemplo; pensamos que la madre estaría dolorida tras un parto tan difícil, con la presión que hicimos sobre su vientre para que saliera el niño, que le costaría trabajo recuperarse, que el bebé tenía pocas posibilidades,….pero el día después la chica se paseaba por los pasillos con soltura, y tres días más tarde la leche llegó y el bebé empezó a tomar fuerza, de modo que ambos se fueron de allí como si no hubieran sucedido todos los acontecimientos que he relatado. Esto sucede cada día: madres con hemorragias tremendas, chicas que llegan al borde del desmayo, con una vía que le han colocado en algún hospital o maternidad cercanos y que no ha dado resultado, niños débiles que parece que no van a sobrevivir,….y todos salen adelante. El prodigio de la vida se abre camino cada día en la maternidad de Sainte Bernardette y yo he tenido la suerte de ser testigo de estos acontecimientos.




En cuanto el niño sale, la madre nos da las gracias, con un agradecimiento humilde y sincero y nos bendice por nuestra ayuda y esos momentos son impagables, un regalo que atesoraré siempre dentro de mí.






Esos rostros de mujeres un tanto desaliñadas pero de sincero agradecimiento son un motivo más que sobrado para estar satisfecha por haber llegado hasta aquí, hasta esta parte de África que no aparece en los documentales pero que se quedará en mi corazón para siempre.




miércoles, 23 de julio de 2014

Desplazarse por Lubumbashi


Lubumbashi tiene “oficialmente” un millón y medio de habitantes pero no hay forma de saber cuál es la cifra exacta porque según he oído  en la maternidad, muchos padres no inscriben a sus hijos en ningún registro; la escolarización no es obligatoria, así que es difícil controlar el número de habitantes reales que hay. A esto se suma que los congoleños no tienen documento de identidad; por increíble que nos pueda parecer, el único documento acreditativo es una tarjeta de elector que se expide cada vez que hay elecciones para reelegir (por supuesto) a Kabila.





Por tanto la cuidad es una amalgama de vehículos y personas que parecen estar continuamente desplazándose de un lado a otro, ya sea a pie, en bicicleta, en coche, en moto, en camión,…














Cada día nos tenemos que desplazar al barrio de la Katuba Upemba para ir a la maternidad, de modo que antes de las siete de la mañana nos sumergimos de lleno en ese caos circulatorio.


Algunos vehiculos necesitan una pequena revision

Para empezar, reseñaré que aquí se conduce como en Europa, por la derecha pero (y ya empezamos mal) la mayoría de los coches tienen el volante también a la derecha porque se compran a países que los fabrican para conducir por la izquierda. Vamos, que el conductor para adelantar tiene que asomarse completamente al centro de la carretera o fiarse de lo que su ayudante (que en los transportes públicos lleva más de medio cuerpo fuera del vehículo) le vaya indicando ya sea con gritos o dando palmadas en el techo del vehículo, que suenan como una campana de lata.



Por otra parte tengo que añadir que hay dos cruces con semáforos en el largo recorrido de cada día, pero deben ser para darles un toque de color a las calles porque todos hacen caso omiso, de manera que cuando está rojo no hay que detenerse así como así por si los de atrás no consideran que hay que pararse por esa tontería de nada y se estampan contra nosotros. Y cuando está verde, evidentemente tampoco porque, por muy religioso que sea este pueblo, hay que tener ya un exceso de fe para pensar que los que vienen del otro lado se van a parar por una insignificancia tal como un semáforo en rojo. Pero eso sí, en el centro de la ciudad han colocado un robot que regula el tráfico que, -serán cosas de la novedad-, parece que da resultado y además entretiene con sus movimientos a todos los que pasan por allí.

Robot regulador del tràfico en
el centro de Lubumbashi
Aparte de eso, las señales de tráfico aquí deben estar aún por descubrir pues sólo he visto un par de stops y de cedas el paso. El stop congoleño es un tanto especial pues, a juzgar por lo que he podido comprobar de primerísima mano, consiste en llegar al cruce y acelerar al mismo tiempo que se toca el claxon. Siempre aprendiendo cosas.















Una mina de cobre que hay casi en la misma ciudad, genera un volumen ingente de tráfico de camiones que parecen grandes elefantes adelantados por todas partes por pequeños animalillos que son los demás vehículos. Debo admitir que nunca había visto un camión de estas dimensiones tan cerca como lo he podido ver algunos días (en marcha por supuesto) desde mi privilegiado puesto montada en un Dubay.





Y aquí quería yo llegar: al Dubay, la estrella de los transportes.


El Dubay, la estrella de los transportes













Es un vehículo o furgoneta, cuya procedencia la mayoría de las veces es de esa ciudad, de ahí su nombre. No podría aventurarme a decir de qué marca son pues, si alguna vez la tuvieron, ya no queda constancia por ninguna parte. Al llegar aquí recién comprados empieza todo un proceso de “tuneo” para adaptarlos a lo que será su objetivo: el transporte de personas; estas personas pueden ir acompañadas de alimentos, utensilios domésticos, cajas de pollitos o de pescados congelados, gallos,…


Detalle del interior
Para tunear convenientemente un dubay, lo primero que hay que hacer es quitarle los asientos de fábrica, pues ocupan demasiado y en su lugar se colocan dos filas de banquitos estrechos con un tablón como asiento. En la parte de atrás se colocan similares banquillos a ambos lados, todo lo cual permite alojar a unos dieciocho o veinte pasajeros más el conductor, más un amable cobrador que además se encarga de abrir la puerta a los que van bajando, de hacer las indicaciones oportunas al conductor en determinadas maniobras que así lo requieran como adelantar, dar marcha atrás,…

Si te toca montar en el primer banco, las rodillas descansan sobre el motor, con el consiguiente calorcito añadido; si es en el banco de atrás, entonces las rótulas se clavan en el de delante y los de la parte posterior ya te permiten poner los pies sobre la rueda de repuesto a modo de escabel o entretenerte con los diversos  elementos que los pasajeros transportan y que ya he mencionado más arriba. Pero sin duda el lugar más privilegiado es junto al conductor pues te permite constatar desde un sitio privilegiado todos los detalles de la conducción de la ciudad, ver como esquivan los peatones, cómo estos saltan para no ser atropellados, cómo se acelera en un cruce, cómo se adelanta por la derecha, cómo se zigzaguea para alcanzar menos baches, en fin, te permite hacer un estudio de cómo las leyes de la física aquí no funcionan y cómo se crean espacios donde no los hay como si de un universo en expansión se tratara, convirtiendo una carreterita estrecha en una vía de tres o más carriles. O también cómo para evitar un atasco, de pronto aparecen vías de escape donde no te habías dado ni cuenta de que podía haber un camino transitable. ¡Toda una experiencia!

Viajar en estos vehículos es toda una aventura pero he de confesar que me gusta porque me hace sumergirme de lleno en la vida de los congoleños y observar muchas situaciones que nunca habría podido sentir si no hubiéramos usado este medio de transporte tan peculiar. Como turista nunca habría sentido la cercanía de la gente; todos se extrañan de ver a unas mujeres blancas montadas en sus dubays y les resulta divertido; a veces sus manifestaciones son casi aspavientos y llegan a resultar incómodos pero creo que ellos se están acostumbrando cada mañana a vernos a nosotras igual que nosotras a ellos.

El precio además es muy asequible para ellos; cada tramo vale entre 200 y 300 francos congoleños, lo que equivale a 20 o 30 céntimos de euro. Aunque en tiempo de lluvias o cuando el tráfico es muy denso, el precio puede subir hasta los 500 francos.

Todo tipo de negocios se despliega en nuestro recorrido
Para ir a la maternidad, como decía más arriba, cada mañana cogemos a la puerta de la pequeña capilla de los jesuitas el primero de ellos, que nos deja en una parada intermedia en la que siempre hay un tumulto de personas y coches; ahí nos bajamos y como las calles son a veces una carrera de obstáculos y las aceras apenas existen, casi no podemos alzar la vista del suelo, vamos caminando Adriana y yo, siempre guiadas por Midi hasta otra parada en la que tomamos el segundo. Nos bajamos de este al final de su recorrido, descendemos y entonces emprendemos un largo camino a pie hasta la maternidad; ese recorrido está plagado de coches, personas, pequeños negocios, puestos de venta de tarjetas de móviles, gasolineras ambulantes, pollos que corren entre las piernas de las personas y que beben agua en los regueros que hay por todas partes, talleres mecánicos con coches desmontados en mitad de la calle y mecánicos a los que solo se les ven asomar las piernas, herreros que hacen sus soldaduras originando fuegos artificiales a nivel del suelo con sus chispas, niños que venden refrescos, peluquerías al aire libre, puestos de frutas y verduras que nunca antes había visto, tenderetes de zapatos y ropa de segunda mano, mesas con discos de música, zapateros arreglando calzados, barbacoas improvisadas sobre un bidón, mujeres con su género para vender sobre la cabeza y sus bebés a la espalda, trapos tendidos en el suelo con montoncitos de caramelos, limpiabotas, altavoces con música de todo tipo, o bien grabaciones de voces que atraen adeptos a sus sectas (aquí hay muchas de ellas),…
Todo ello conforma un hervidero de vida que no se parece a nada que yo hubiese visto o escuchado antes pero que entra por todos los sentidos y te llena de luz, de color, de olores, de sonidos, y, presidiendo todo esto, un fino polvo rojo que es la tierra del Congo en la época seca, que penetra por todas partes, que se respira, se parpadea, se palpa y se mastica.










































Todo este mundo se despliega ante nosotras cada mañana y es la antesala de nuestra llegada a la maternidad, donde un mundo completamente nuevo espera cada día para ser descubierto, para ser disfrutado y para ser sufrido, para hacerme sonreír y alzar la vista al cielo pero, también, muchas veces, para hacerme llorar.

sábado, 19 de julio de 2014

La Katuba y la maternidad


Tres días después de nuestra llegada fuimos al barrio de la Katuba, donde Lourdes y Lola nos habían invitado el día que nos conocimos en la catedral. A medida que nos acercábamos al barrio pude comprender que la casa donde vivimos desde que llegamos aquí está en un barrio “residencial”.



Calles de la Katuba
La Katuba es una zona que a su vez se divide en otros seis barrios, todos con carencias de todo tipo. Las casas se apiñan en una especie de cercados que encierran varias viviendas. No hay agua corriente aunque hay pozos diseminados por todas partes, con el mecanismo rudimentario de una palanca que, al moverla repetidamente, bombea agua desde el interior del pozo a unos cubos que hace tiempo perdieron su color original.




La casa de las hermanas es, como no podía ser de otra forma, muy limpia y acogedora. En ella viven dos Siervas españolas y tres novicias congoleñas. Dentro de esta casa hay unos talleres de costura donde ahora mismo solo hay trabajo para dos chicas que cosen o arreglan ropas litúrgicas y  trajes femeninos por encargo.


Visita con Venance al "Petit Seminaire"

 Hasta allí nos llevó Venance, un joven religioso que ha realizado  su formación en Méjico y que, por tanto, tiene un curioso y agradable acento congolés-mejicano; nos enseñó el seminario en el que hizo otra parte de su formación y después nos condujo a la Katuba: allí también se estuvo interesando por la ropa litúrgica que había encargado en el Taller para su primera misa.






















Ese día comimos allí con ellas y fuimos a visitar la maternidad donde trabajan Lourdes  -dirigiendo la administración de la farmacia- y Midiala, la sierva cubana que se ha convertido en nuestro ángel de la guarda. Ella es médico y desarrolla su trabajo en la maternidad donde hace todo tipo de labores. Midi es menuda como una niña pero tiene la fuerza y la energía de un titán; a veces parece increíble que esa mujer de aspecto tan frágil pueda realizar todo lo que cada día saca adelante.









Parroquia de Sainte Bernardette













Esta maternidad  forma parte de un complejo de edificios construidos en torno a una parroquia (la de Sainte Bernardette), entre los que hay una clínica, un centro de vacunación y otro oftalmológico, además de un colegio.
El parroco en sus labores de
electricista



















Tal y como avancé en el anterior relato, en cuanto llegué allí supe que mi viaje hasta el Congo cobraba sentido; yo no sé hasta dónde puedo yo hacer por estas personas pero lo que sí tengo claro es que todas las vivencias que estoy teniendo en la maternidad son para mí un precioso regalo difícil de describir, que unas veces me supera, otras me abruma, me entristece, me hunde, me eleva y me hace reflexionar sobre lo afortunada que soy por haber podido llegar hasta aquí, por conocer estas mujeres y por aprender cada día de ellas una lección de amabilidad, educación y fortaleza inigualables.


Entrada de la clinica



Lourdes en su farmacia de la clinica
Para ir a la maternidad tenemos que levantarnos a las cinco de la mañana y, después una ducha que a esas horas despierta a la fuerza; una vez con todos los sentidos alerta tomamos el desayuno y nos vamos con ellas a una capilla cercana de jesuitas donde escuchamos una misa que siempre me regala momentos de paz, espacio para meditar y alguna que otra armónica canción en swahili.


Después salimos rápidamente las tres: Adriana, Midi y yo y empieza la aventura diaria que supone tomar los transportes necesarios para llegar hasta la maternidad.
Cada día  tomamos dos transportes a la ida y otros dos a la vuelta y hacemos un largo recorrido a pie sumergiéndonos de lleno en el frenético ritmo de esta Ciudad que sera el tema central de mi proximo relato. 






Con Lola

Todas juntas en la casa de las Siervas de la Katuba Upemba

Taller de Costura

Nota: Con la inestimable ayuda de mi hijo estamos subiendo las imagenes al blog, espero que os gusten



domingo, 13 de julio de 2014

El obispo de Katanga


A nuestra llegada a Lubumbashi, a las puertas del aeropuerto nos recibió un bullicio que anunciaba lo que será nuestra estancia aquí, parecía un comité de recepción para nosotras (es broma) pero en este caso, eran grupos de personas, que se reconocían por las telas que vestían, con la cara de alguien que en ese momento no distinguíamos pero que más tarde supimos que era el obispo de Katanga (región/provincia a la que pertenece esta ciudad) que llegaba al mismo tiempo que nosotras. Este es un sacerdote que durante años ha estado en el barrio pobre de la Katuba, (al que iremos más adelante con frecuencia) y que acababa de ser nombrado obispo y venía a la ciudad por primera vez bajo esa dignidad. Muchísima gente había ido a recibirlo, entre ellos un grupo numeroso de miembros de su familia. Mientras esperaba las maletas y me iba aclimatando a la que sería mi “casa” en las próximas cinco semanas, observaba cómo esas personas habían puesto su empeño en lucir sus mejores galas (aunque, claro está, con una estética muy diferente al gusto europeo); pasado un rato un revuelo de coches y personas anunciaron que el obispo Placide, salía del aeropuerto y se marchaba.

Catedral de Lubumbashi


Pero el domingo por la mañana nos volvimos a reencontrar con él. Fuimos a una misa en la catedral que es un edificio austero pero armonioso de ladrillo rojo y por el que cada día, hagamos el recorrido que hagamos pasamos forzosamente.


Cuando entramos en la catedral apenas había espacio para sentarse pero Jacky me encontró un hueco en un banco donde estaban sentadas Lourdes y Lola, las dos Siervas españolas que tienen la casa en el barrio marginal de la Katuba; con ellas fuimos al día siguiente a lo que ya ha sido nuestro destino y lugar de trabajo durante la primera semana: la maternidad de Sainte Bernardette, donde nada más entrar supe que era el lugar donde quería pasar la mayor parte de mi estancia aquí, en la ciudad congoleña de Lubumbashi.












Los trajes son muy diversos, decorados con imàgenes religiosa
La misa, como las demás, larguísima pero desde el coro de la catedral se escuchaban unas voces asombrosas. Aquí la música sale del alma y se modula no sólo con la garganta sino también con el corazón, por eso suena de una forma tan especial y que te transporta; no hay manera de evadirse porque continuamente los ritmos de la música, de las voces y los “gritos” de alegría de las mujeres te mantienen despierta y alerta. Es un espectáculo sin igual.

La catedral estaba abarrotada, el colorido, como siempre, estallaba. 
La madre del obispo y su familia en unos banquitos delante del resto de los asistentes, emocionados, llorosos, alegres, orgullosos,…
     En algunos momentos de la larga misa unas mujeres mayores, de complexión fuerte, salireon a bailar ante el altar, con una falda hecha de cuerdas deshilachadas y todo tipo de complementos, desde tiras navideñas a flores de plástico. Bailaban, orgullosas de su cultura, de su obispo y de ellas mismas.


En otro momento, el protagonista de la ceremonia se colocó al pie del alter y empezaron a desfilar ante él muchas personas con regalos: las autoridades le entregaron muy ceremoniosamente un sobre que a fuerza había de contener una buena suma de dinero (  ). Otros llevaban comida; otros  paquetes muy bien envueltos cuyo contenido es un misterio para mí, y yo no daba crédito a mis ojos cuando vi avanzar por el pasillo central una mujer tirando de una cuerda que al otro extremo llevaba una cabra (después supe que en la puerta se había quedado atada una vaca que debió parecerles muy grande para entrar por un pasillo tan estrecho, pero que también era un regalo para él.




sábado, 12 de julio de 2014

Una semana después


El primer día en el Congo estuvo cargado de acontecimientos.

Aquí amanece muy temprano; por la mañana hace un frío que, a medida que el sol toma fuerza, va desapareciendo para dar paso a un calor suave muy soportable y sólo cuando anochece (alrededor de las seis de la tarde) vuelve a bajar la temperatura y hay que echar mano  de una rebeca de lana,  pero no mucho más.


Como estamos viviendo con las Siervas de San José, los acontecimientos de los que hablaba al empezar han tenido un marcado carácter religioso. La mañana del sábado -así como muchas parejas celebran el veinticinco aniversario de su boda-, una religiosa amiga de Jacky celebraba sus 25 años de votos, de modo que allá nos fuimos a participar de la primera ceremonia congoleña. Entramos en la iglesia antes de que todo empezara y  una explosión de color nos recibió en cada uno de los bancos. Tanto en las mujeres como en los hombres se notaba que habían puesto todo su empeño en lucir espléndidos para la ceremonia; las mujeres con vivos colores, no sólo en sus trajes sino también en los pañuelos que llevaban en la cabeza, independientemente de su edad (de hecho las mayores son las que más destacaban), pulseras y grandes pendientes completaban su atuendo. Los hombres no se quedaban atrás: los que llevaban camisas las tenían de llamativos colores y estampados, y los que iban de traje o bien habían elegido el negro o bien otras telas con brillo casi plateadas, todos con corbatas alegres y bien visibles. Todo este colorido era un regalo para la vista: nada desentonaba ni parecía fuera de lugar, al contrario, cada color contribuía a dar una pincelada que formaba una paleta de tonalidades que cualquier pintor desearía tener.


Mientras estábamos dentro podíamos intuir por las ventanas que fuera se organizaba una procesión de religiosos y religiosas, y cuando empezaron a caminar comenzaron a oírse sus voces, con una armonía impresionante.


La lengua oficial de la República Democrática del Congo es el francés pero la mayoría de las personas aquí hablan swahili, de modo que tanto la misa como los cánticos son en ese idioma. Pero el sonido de sus voces es precioso y el ritmo increíble. Cuando empezaron a entrar en la iglesia sucedió algo que, tanto a Adriana como a mí nos dejó con la boca abierta, ambas nos mirábamos sorprendidas y encantadas: algunas mujeres sacaron algo parecido a una campana con un cuello largo pero cuyo sonido es el de un cencerro de los nuestros y de pronto un estruendo de voces y cencerradas llenó hasta el último de los rincones de la iglesia; las voces no eran tales, sino un sonido agudo que las mujeres hacen con la lengua usando la boca a modo de caja de resonancia, poniendo y quitando de sus labios abiertos la palma de la mano.

En todas las liturgias que he vivido hasta ahora destaca de forma impresionante la alegría y el ritmo del pueblo congolés. Las misas no son pasivas ni silenciosas como las nuestras sino que la música es protagonista y las manos dan palmadas de una forma especial y los brazos se elevan y mueven con la palma de las manos extendidas y meciéndose con una cadencia rítmica que  embriaga e invita a seguirla.

Un coro de religiosos y religiosas cantaba al ritmo de un órgano electrónico acompañado de una pandereta y una muchakala que es como una “brocheta” de calabazas pequeñas y cuyo sonido es parecido al de las maracas.



Tengo muchas dificultades con internet, de modo que me temo que no podré poner imágenes de todo esto y menos aún los fragmentos de videos que he grabado pero lo completaré cuando vuelva a España para que podáis ver todo lo que os explico.



En una parte de la ceremonia todas las amigas de esta religiosa su pusieron en fila para felicitarla y abrazarla, pero no se acercaban a ella caminando, sino bailando con una alegría que resultaba contagiosa. Eso sí, las ceremonias aquí son largas, más de dos horas que sólo la música y lo novedoso de lo que estaba presenciando hicieron que pasaran más rápido.




Cuando todo acabó, salimos; Jacky nos iba presentando a todas las personas que ella conocía y estrechaban nuestras manos con mucho afecto y la mirada franca de quien da la bienvenida a su casa sin reservas.




Preparadas para ir de boda
Después de los saludos nos fuimos rápidamente a casa: comida y ducha exprés y vuelta a la calle. ¡Estábamos invitadas a una boda! ¡Increíble! El año pasado aquella boda quechua y este, recién llegada, una boda congoleña. Afortunadamente Adriana es una chica previsora y había echado a su maleta un par de chilabas (gracias Mariví), lo que nos permitió ir medianamente presentables al evento.

Los novios  entraron en la iglesia precedidos de un grupo de niñas pequeñas que bailaba con un ritmo increíble: llevaban una coreografía en la que no se equivocaban ni un momento y movían sus cuerpos con unas ondulaciones vertiginosas para chicas de esa edad, pero aquí todo es distinto: la música y el baile forman parte de su cultura y nacen ya con este fantástico ritmo en las venas.

Esa boda se celebró sin duda porque por fin el novio habría podido satisfacer el pago que el padre de la novia exige; aquí está aún muy arraigada la costumbre de pagar una dote que suele consistir en una cantidad de dinero (unos 1.500 dólares), un paño -que es la tela con la que se confeccionan sus trajes- de la mejor calidad, para la madre de la novia, un traje para el padre, una o dos cabras y algunas cosillas más que se le ocurran a los padres de esta, que pueden ir según la zona y las costumbres, desde unas gafas de sol, a una manta para el abuelo o abuela, azúcar, sal,... Incluso, me cuentan, a veces se da el caso de que mientras el “aspirante” está reuniendo ese dinero, que aquí es mucho, puede llegar otro avispado y pagar al padre la dote y quedarse con la chica.

Hay música en todos los momentos de la misa, a veces, mientras suena la melodía, los monaguillos siguen el ritmo con unos pasos de baile discretos, pero ¡bailan en el altar!

El congoleño es, entre otras cosas que ya iremos descubriendo, un pueblo muy alegre, que participa activamente y de una forma muy religiosa en las liturgias de la iglesia.

Nos invitaron a la celebración posterior de la boda, pero tuvimos que declinar la invitación pues para el primer día en el Congo, ya eran suficientes las emociones. Además Jacky, nuestra estupenda anfitriona durante toda la jornada, parecía estar muy cansada, de modo que volvimos caminando a casa por las calles de Lubumbashi, que merecerán un capítulo aparte.

Los bailes de estas chicas fueron preciosos