Con Midiala en la entrada de la maternidad |
Hace ya muchos días contaba que cuando llegué a la maternidad tuve la
certeza de que era aquel el lugar donde yo quería dedicar la mayor parte
posible de mi tiempo aquí, en el Congo.
Son innumerables las sensaciones que se agolpan en mi interior y,
sinceramente, sé que no voy a conseguir encontrar las palabras adecuadas para
transmitir, al menos, una pequeña parte de ellas pero lo intentaré.
Es un lugar donde la vida se abre paso cada día, donde cada mes nacen alrededor de doscientos niños, donde la fortaleza de las madres sólo es superada por las ganas de vivir que tienen los bebés que ven la luz por primera vez en este sitio, abriendo en seguida sus grandes ojos oscuros, asomando su pelo finamente rizado, sus manos blancas de dedos larguísimos y sus cuerpecitos tostados, como si un sol los hubiera estado iluminando aún antes de nacer. Algunos de ellos (los menos) son oscuros como la noche y otros nacen casi blancos, como si la naturaleza se hubiera equivocado y los hubiera puesto en otro lugar, pero su pelo, sus orejas y una coloración especial en la base de las uñas anticipan que ese tono rosado, tan ajeno a estas latitudes, no durará mucho tiempo.
Las "pinzas umbilicales" son sencillas hebras de lana esterilizadas |
Equipo de iluminacion para casos de apagon, situacion que se produce con mucha frecuencia |
Hay muchas maternidades en Lubumbashi; en esta cultura patriarcal un buen número de hijos garantiza a los padres una vejez plácida, por tanto, es fácil encontrar mujeres que alrededor de los treinta, están ya dando a luz a su sexto o séptimo hijo.
En el Congo nada, absolutamente NADA es gratis, ni siquiera la
educación ni la sanidad. Esta clínica fue construida en torno a la parroquia
del mismo nombre por algunos benefactores, cuyos nombres se recuerdan en varias
placas de agradecimiento diseminadas por el centro pero cada vez que alguien entra
para solicitar y recibir algún tratamiento o consulta, debe pagar por ello.
Las madres que vienen aquí pagan diez dólares por cada día de estancia
y, normalmente permanecen en la maternidad tres días después de parir. A la
mayoría de ellas les resulta muy difícil pagar esa cantidad y algunas ni
siquiera pueden permitírselo.
La primera vez que atravesé estas puertas, la sensación fue de un viaje
en el tiempo hacia otras épocas anteriores. Nada se parecía a los hospitales
que nosotros tenemos ahora, la falta aparente de higiene, las instalaciones
rudimentarias y la aglomeración de mujeres y bebés no resultaba fácil de
asimilar y digerir. Pero he de confesar que, a medida que pasan los días mi
visión de aquel momento va cambiando radicalmente y, aunque las carencias son
impresionantes, me siento afortunada por poder estar en un lugar en el que cada
día suceden grandes milagros.
Las protagonistas de estos acontecimientos diarios son siempre las
mujeres.
Midi pasando consulta en una de las salas |
Por un lado las enfermeras, capacitadas para hacer los partos
completamente solas, desde la recepción de la madre, hasta la limpieza de los
restos una vez que todo ha terminado; a veces hay hasta cinco nacimientos en un
mismo turno laboral y una sola de ellas se encarga de todo, como delata su
aspecto cansado cuando llegamos por la mañana. Aquí tengo que pararme y
manifestar mi admiración hacia Midiala para mí, guía y estrella de esta
maternidad, aunque a ella le guste pasar desapercibida; esa Súper mujer y Súper
monja médico cubana de no más de cuarenta kilos y los mismos años, con sus
escarpines y sus espejuelos, siempre tarareando una melodía y con su cruz de
Sierva de San José asomando sobre su bata, asiste a estos milagros diarios y se
maravilla, y se alegra y marcha a casa llorando muchos días por todo lo que en
este lugar sucede día a día.
Las otras protagonistas son las madres. Llegan y entran aquí solas, con un bolso en el que traen todo lo necesario para ellas y para sus hijos.
El hatillo de un recién nacido consiste en un trapo para usar de pañal,
unas braguitas, una pera para aspirar las secreciones del bebé en el momento
del nacimiento y una ropa que, en la inmensa mayoría de los casos, es de otro
hermano y tan grande que nos plantea dificultades para poder acomodar un niño
tan pequeño en ella. Después una manta para envolverlo. Para ellas otro trapo
de empapar, su ropa interior y un paño de tela que se ponen alrededor del
cuerpo para ir caminando desde la sala de partos hasta una cama vecina si
durante el alumbramiento su vestido se ha manchado mucho.
Todas las camas tienen un colchón fino de poli piel para que no absorba
nada y se pueda limpiar con un trapo húmedo; éstas, en las que las mujeres
hacen su dilatación y después pasan un rato recuperándose, no tienen sábanas
pues no hay lavadora, ni suficiente mano de obra, ni sábanas de repuesto para
estar lavando. De hecho, todo lo que se mancha durante el parto: un hule que se
pone bajo el cuerpo de la mujer, su propia ropa, su manto, que muchas veces se
usa para empapar toda la sangre y los trapitos que ella traía para usar de
compresas, que en ocasiones son necesarios para contener hemorragias, todo eso
va a un cubo que trae la mujer y que ella misma lava en cuanto se recupera un
poco (que puede ser antes de transcurrir dos horas de haber nacido el bebé).
Para esto hay un patio donde tienen agua y tendederos. A la maternidad no entra
nadie, ni la familia ni el marido; es ella misma la que lo hace todo. Son
mujeres valientes. A veces, después de partos difíciles de los que parecía que
no se iban a recuperar en mucho tiempo, las he visto no mucho rato después del
alumbramiento volver del patio, ya lavadas ellas, con la espalda brillante aún
con gotas de agua, envueltas en un paño limpio, con su colada ya hecha.
El resto de la maternidad son cuatro habitaciones: una de ellas enorme,
con diez camas y otras tres con cuatro camas en cada una de ellas; todas con
sus correspondientes mosquiteras, con solo una sábana y una manta y con una
pequeña cuna de hierro a los pies que casi nunca usan pues colocan sus hijos
siempre junto a ellas en las camas.
Los recursos son muy escasos; no hay condiciones para hacer cesáreas,
de modo que si hay algún caso extremo se deriva la mujer a un hospital. Hay
muchos hospitales porque, tal y como me decían, aquí son un buen negocio.
Equipo de reanimacion en caso de que el bebé llegue con problemas |
Si el tiempo lo permite, me gusta colocarme a su lado y darles la mano,
ayudarles a usar la respiración para aliviar el dolor de las contracciones,
intentar preguntarles cosas para distraerlas un poco; ellas murmuran la mayoría
de las veces, palabras en swahili que no llego a entender. Parece que ni se dan
cuenta de que estoy allí pero cuando intento alejarme me aprietan la mano: Ne
partez pas, s’il vous plait! Y Yo les hago caso y me quedo a su lado.
A veces Adriana y yo llegamos cuando la mujer va a dar a luz porque nos
llaman si estamos lavando a los niños y haciéndoles la cura del cordón que es
algo que hacemos todos los días que vamos a la maternidad, entonces somos
testigos activas del milagro de la vida.
Despiertos al mundo |
El primer parto que presenciamos las dos juntas fue muy difícil: una
chica joven primípara llevaba allí más de dos días, dolorida no hacía más que
repetir: “Je suis fatiguée. Aidez-moi”. Así era, estaba agotada y no podía más,
de manera que no había forma de que el niño, que a esas alturas ya estaba
sufriendo, saliera sin ayuda; Midi pidió que llamaran a John, un enfermero
fornido, para empujar en el vientre de la madre pero no llegó, de forma que como
éramos las únicas que estábamos allí nos dijo como hacerlo y Adriana y yo
empujamos con todas nuestras fuerzas, que fueron muchas porque el bebé empezó a
avanzar y por fin, nació. Pero no respiraba; rápidamente se llevó a una mesa de
chapa donde se preparan cuando nacen. Todo lo que había allí era un aparato
manual para insuflar aire y alcohol: Midi echaba alcohol en la cara del niño y
este abría unos ojos inmensos pero en seguida los cerraba; con todo esto y un
masaje cardíaco empezó a dar señales de vida pero no tenía fuerzas ni para
llorar. El alcohol que hay aquí tiene un olor un poco diferente del nuestro:
cada vez que lo huelo no puedo evitar volver a ver esos ojos inmensos que se
abrían como un resorte pero sin vida propia y ese cuerpecito que luchábamos por
reanimar. Afortunadamente el bebé salió adelante, no se movía mucho pero
respiraba. Lo abrigamos muy bien y Adriana lo llevó a la cama de la madre, sin
dejar de mirarlo y despertándolo continuamente para que no se olvidase de
respirar. Al día siguiente nos dijeron que el bebé no había dejado de llorar en
toda la noche. La madre no tenía leche y aquí, cuando sucede eso, no hay ningún
sustituto: ni leche fresca, ni manzanilla, ni nada. Midi le dio un poco suero
glucosado con una jeringuilla pero no podíamos hacer nada más. Es terrible
encontrarse en una situación así, sabiendo lo afortunados que somos en nuestra
sociedad en la que cualquier bebé ve la luz en un lugar acogedor donde no le va
a faltar un biberón ni un medicamento vital. Aquí, si la madre o el niño
necesitan algún medicamento, lo tienen que comprar ellas; su comida, la tienen
que traer ellas, su ropa y la del bebé, el jabón para lavarlos,…todo. Y quiero
que por encima de todo esto quede claro que la maternidad es un lugar
privilegiado donde se sienten protegidas y de donde se van siempre dando las
gracias.
He contado este parto como ejemplo; pensamos que la madre estaría
dolorida tras un parto tan difícil, con la presión que hicimos sobre su vientre
para que saliera el niño, que le costaría trabajo recuperarse, que el bebé
tenía pocas posibilidades,….pero el día después la chica se paseaba por los
pasillos con soltura, y tres días más tarde la leche llegó y el bebé empezó a
tomar fuerza, de modo que ambos se fueron de allí como si no hubieran sucedido
todos los acontecimientos que he relatado. Esto sucede cada día: madres con
hemorragias tremendas, chicas que llegan al borde del desmayo, con una vía que
le han colocado en algún hospital o maternidad cercanos y que no ha dado
resultado, niños débiles que parece que no van a sobrevivir,….y todos salen
adelante. El prodigio de la vida se abre camino cada día en la maternidad de
Sainte Bernardette y yo he tenido la suerte de ser testigo de estos
acontecimientos.
En cuanto el niño sale, la madre nos da las gracias, con un
agradecimiento humilde y sincero y nos bendice por nuestra ayuda y esos
momentos son impagables, un regalo que atesoraré siempre dentro de mí.
Esos rostros de mujeres un tanto desaliñadas pero de sincero
agradecimiento son un motivo más que sobrado para estar satisfecha por haber
llegado hasta aquí, hasta esta parte de África que no aparece en los
documentales pero que se quedará en mi corazón para siempre.